lunes, 16 de marzo de 2015

La guerrera que no quiso ser princesa



         Érase una vez una guerrera que vivía junto a cientos de hombres y mujeres que luchaban por causas distintas para servir a la nación. Ahí todos luchaban por igual. A pesar de vivir a merced de las inclemencias del tiempo, la incomodidad de una habitación compartida y la comida tibia – cuando había tiempo para comer -  Carolina, la guerrera de quien les hablo, poseía la maravillosa oportunidad de ver el Sol al despertar y correr, recorrer el campo, empaparse de sudor, de agua o de lo que fuere; podía ensuciarse jugando con lodo acompañada de sus amigos, podía dormir sobre el pasto, podía gritar lo que quisiera, podía hablar con quien se le pusiera en frente, podía ser, a pesar del frío y del calor, a pesar de la escasez, del día o la noche, a pesar de los deberes, a pesar de la distancia. Era ella
.
Carolina se despertaba todas las mañanas muy temprano, lo primero que hacía era ver el Sol, luego se preparaba para ayudar a las comunidades más afectadas por los desastres naturales que azotaban su país. Cambiaba de destino con frecuencia y tenía poco tiempo para ver a sus padres. Había tomado esa decisión luego de que se vio imposibilitada para estudiar medicina y su afán por ayudar a los demás se esclareció luego de una convocatoria para formar grupos de ayuda; se reunían enfermero(a)s, psicólogo(a)s, cuentistas, abogado(a)s, personas, simplemente personas dispuestas a regalar su tiempo y atenciones a quien en ese momento no la está pasando bien.

Habían pasado dos años desde que Carolina deambulaba por distintas comunidades sirviendo al prójimo, viendo el Sol de distintos ángulos, empapándose de agua distinta, reposando sobre césped húmedo y seco,  conociendo rostros y escuchando historias. Pero un día, acostada debajo de un árbol robusto y hermoso, comenzó a cuestionarse el sentido de su vida, ¿vagaría por el mundo sin hogar, sin que su dinero pudiera materializarse en algo que los humanos “necesitan”?. Carolina sacó de su bolso una hoja con uno de sus dibujos de niña: Una princesa, un príncipe y un castillo… ese era el sueño de Caro, antes de que se le metiera a la cabeza estudiar medicina y ayudar a los demás a “vivir mejor”. No había sido un día fácil y en sueños comenzó a imaginar su vida con un rumbo distinto:

En ese momento, ahí recostada bajo un hermoso roble, un apuesto (o espantoso, ¡total! en términos de riqueza no es un factor importante) príncipe la tomaba de la mano y le decía “Eres hermosa. Vente conmigo, tendrás lujos, sirvientes, amor. Conmigo no te faltará nada y serás muy feliz”; entonces Carolina entusiasmada tomó la mano tersa de ese joven que sólo conocía el dolor de muelas y los raspones al subir y bajar del caballo; subió y anduvo rumbo a un destino incierto pero decoroso, ambicioso y esperanzador.
Llegaron… en el recibidor del castillo se encontraba la familia del príncipe, amigos y parientes, para observarla, analizarla y clasificarla de manera inmediata. Carolina sintió las miradas y no hizo más que sonreír. Su vestido era bonito, pero tenía usuales manchas verdes por el pasto y un poquito de lodo en los zapatos. Le pidieron que se cambiara y se lavara las manos.
Carolina se convirtió en una princesa hermosa, de esas de en sueño. A veces extrañaba salir por las mañanas a ver el Sol, extrañaba también jugar con agua y lodo junto a sus amigos, extrañaba caminar por placer y sin prisa, extrañaba tomar por colchón los jardines y gritar, porque al parecer, una de las características de las princesas era permanecer callada. Hasta el momento nadie le había impedido escribir.
Un día le pidió casi de rodillas a su esposo, el príncipe Arturo, que salieran a dar un paseo por el pueblo, quería ver gente de verdad, quería respirar distinto, y después de semanas de súplica el príncipe le concedió ese deseo a su adorada princesa. El paseo no era lo que ella esperaba, a sus espaldas iba el resto de la familia y toda la guardia de seguridad.
Carolina vio que una niña lloraba al tiempo que intentaba gritar que estaba perdida, no encontraba a su mamá; entonces, la princesa se separó del camino y tomó a la niña entre sus brazos, en ese instante le pidieron que la soltara y que irían inmediatamente de regreso a casa. Ella no sabía lo que ocurría.
“Una princesa no puede conversar con quien se le ponga en frente. Una princesa es princesa y nada más” le dijeron en tono de lección y castigo.
Carolina corrió a su habitación y frente al espejo se despojó de sus joyas, los zapatos con suela intacta, se quitó el incómodo vestido y dejó la corona en el suelo.

Carolina, ¡despierta! Gritó uno de sus compañeros.
Ella abrió los ojos y Sol le daba los buenos días como siempre.




















Extracto del libro "El Mirreynato" de Ricardo Raphael

Lucía Olivares
@Olivareslucia

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