Érase una vez una guerrera que
vivía junto a cientos de hombres y mujeres que luchaban por causas distintas
para servir a la nación. Ahí todos luchaban por igual. A pesar de vivir a
merced de las inclemencias del tiempo, la incomodidad de una habitación
compartida y la comida tibia – cuando había tiempo para comer - Carolina, la guerrera de quien les hablo,
poseía la maravillosa oportunidad de ver el Sol al despertar y correr, recorrer
el campo, empaparse de sudor, de agua o de lo que fuere; podía ensuciarse
jugando con lodo acompañada de sus amigos, podía dormir sobre el pasto, podía
gritar lo que quisiera, podía hablar con quien se le pusiera en frente, podía
ser, a pesar del frío y del calor, a pesar de la escasez, del día o la noche, a
pesar de los deberes, a pesar de la distancia. Era ella
.
.
Carolina se despertaba todas las
mañanas muy temprano, lo primero que hacía era ver el Sol, luego se preparaba
para ayudar a las comunidades más afectadas por los desastres naturales que
azotaban su país. Cambiaba de destino con frecuencia y tenía poco tiempo para
ver a sus padres. Había tomado esa decisión luego de que se vio imposibilitada
para estudiar medicina y su afán por ayudar a los demás se esclareció luego de
una convocatoria para formar grupos de ayuda; se reunían enfermero(a)s,
psicólogo(a)s, cuentistas, abogado(a)s, personas, simplemente personas
dispuestas a regalar su tiempo y atenciones a quien en ese momento no la está
pasando bien.
Habían pasado dos años desde que
Carolina deambulaba por distintas comunidades sirviendo al prójimo, viendo el
Sol de distintos ángulos, empapándose de agua distinta, reposando sobre césped
húmedo y seco, conociendo rostros y
escuchando historias. Pero un día, acostada debajo de un árbol robusto y
hermoso, comenzó a cuestionarse el sentido de su vida, ¿vagaría por el mundo
sin hogar, sin que su dinero pudiera materializarse en algo que los humanos “necesitan”?.
Carolina sacó de su bolso una hoja con uno de sus dibujos de niña: Una
princesa, un príncipe y un castillo… ese era el sueño de Caro, antes de que se
le metiera a la cabeza estudiar medicina y ayudar a los demás a “vivir mejor”. No
había sido un día fácil y en sueños comenzó a imaginar su vida con un rumbo
distinto:
En ese momento, ahí recostada bajo un hermoso roble, un apuesto (o
espantoso, ¡total! en términos de riqueza no es un factor importante) príncipe
la tomaba de la mano y le decía “Eres hermosa. Vente conmigo, tendrás lujos,
sirvientes, amor. Conmigo no te faltará nada y serás muy feliz”; entonces
Carolina entusiasmada tomó la mano tersa de ese joven que sólo conocía el dolor
de muelas y los raspones al subir y bajar del caballo; subió y anduvo rumbo a
un destino incierto pero decoroso, ambicioso y esperanzador.
Llegaron… en el recibidor del castillo se encontraba la familia del
príncipe, amigos y parientes, para observarla, analizarla y clasificarla de
manera inmediata. Carolina sintió las miradas y no hizo más que sonreír. Su vestido
era bonito, pero tenía usuales manchas verdes por el pasto y un poquito de lodo
en los zapatos. Le pidieron que se cambiara y se lavara las manos.
Carolina se convirtió en una princesa hermosa, de esas de en sueño. A veces
extrañaba salir por las mañanas a ver el Sol, extrañaba también jugar con agua
y lodo junto a sus amigos, extrañaba caminar por placer y sin prisa, extrañaba
tomar por colchón los jardines y gritar, porque al parecer, una de las
características de las princesas era permanecer callada. Hasta el momento nadie
le había impedido escribir.
Un día le pidió casi de rodillas a su esposo, el príncipe Arturo, que
salieran a dar un paseo por el pueblo, quería ver gente de verdad, quería
respirar distinto, y después de semanas de súplica el príncipe le concedió ese
deseo a su adorada princesa. El paseo no era lo que ella esperaba, a sus
espaldas iba el resto de la familia y toda la guardia de seguridad.
Carolina vio que una niña lloraba al tiempo que intentaba gritar que
estaba perdida, no encontraba a su mamá; entonces, la princesa se separó del
camino y tomó a la niña entre sus brazos, en ese instante le pidieron que la
soltara y que irían inmediatamente de regreso a casa. Ella no sabía lo que
ocurría.
“Una princesa no puede conversar con quien se le ponga en frente. Una princesa
es princesa y nada más” le dijeron en tono de lección y castigo.
Carolina corrió a su habitación y frente al espejo se despojó de sus
joyas, los zapatos con suela intacta, se quitó el incómodo vestido y dejó la
corona en el suelo.
Carolina, ¡despierta! Gritó uno
de sus compañeros.
Extracto del libro "El Mirreynato" de Ricardo Raphael
Lucía Olivares
@Olivareslucia
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