Había una vez una niña con muchas ganas de volar.
Ella siempre decía que le gustaba estar arriba, ver desde lo
alto, pero era tan pequeña e inexperta que creyó que la mejor solución sería
volar; así que dedicó varios días, meses, años a construir unas alas grandes y
fuertes para conocer el cielo. Le entusiasmaba el día que pudiera usarlas por
primera vez.
Ella podía pasar semanas enteras sin despegarse de las alas,
tenía que estar muy bien hechas, si no podría caer y algo así sería
intolerable. Al asomarse por la ventana venía algunos niños jugar con pelotas,
con muñecas o paseando en bicicleta; pero a ella esos juegos terrenales no le
interesaban, porque lo tenía muy claro: quería volar.
Hasta ahora nadie sabía esto, pero en realidad la niña usó
las alas antes de que su tutor aprobara su calidad y fortaleza. Voló como el hada más fina y ligera que puedan imaginar, como si fuese un diente de león, esas
florecillas que usamos para pedir un deseo mientras soplamos y vemos como sus
partes vuelan y desaparecen al mismo tiempo. Con esa ligereza, con esa finura y
con ese esplendor, la niña se movía por el cielo, maravillada por las nubes y
el viento fresco que la hacían respirar distinto.
Pero ahí, en el cielo, se topó con otras hadas más grandes
que ella, y la niña, al sentirse cumplidora de deseos, permitió que soplaran
frente a ella y aunque poco a poco sus partes más delicadas se desprendían, ella
seguía flotando y permanecía cerca de quien tenía un anhelo, de quien necesitara
de su ayuda. Hasta que un día, alguien sopló con mucha fuerza sobre ella, dejándola
tan débil que ni siquiera esas alas
construidas en años pudieron levantarla y quedó ahí, al ras de los edificios y
el smog, observando de cerca los terrores de la tierra y mirando hacia arriba
las aspiraciones del cielo. Quedó ahí, como un hada complaciente, como una
débil flor, como una niña sin alas, como un avión sin despegar.
Vuela, vuela, vuela… que el viento siempre te lleve hacia arriba.
Lucía Olivares.
@Olivareslucia
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