En un lugar
apartado del ruido, edificios, aparatos electrónicos y de la contaminación,
vivía un joven muy poderoso, su nombre era Hugo, el príncipe Hugo. Era dueño
prácticamente de todos los bosques de su país, no le gustaba la política así
que dejaba que el presidente, elegido por mayoría, se encargara de los asuntos
de la nación; a Hugo únicamente le gustaba cabalgar mañana y tarde, esperando
como buen príncipe que algún día una bella doncella se apareciera en su camino,
indefensa, hermosa, torpe y dulce al mismo tiempo, se asombrara por su
majestuosa posición y lo siguiera hasta convertirse en su esposa; así que todos
los días en punto de los ocho de la mañana Hugo salía del palacio con Homero
(su caballo) y al no encontrar nada descansaba un rato para regresar al bosque luego
de las cuatro de la tarde… todos los días.
Cuando Hugo
volvía a casa, entraba a su recámara y antes de dormir se miraba en el espejo;
su belleza era admirable, sus cejas eran los sombreros más elegantes para
aquellos ojos tan apuestos, negros y profundos como sus frustraciones, su nariz
era un juego simétrico, la escuadra de noventa grados con más vida que un
jazmín, sus labios eran la representación de la duda y el deseo, y sus manos
duras simulando la respiración de la fuerza y el pudor. Pero Hugo no entendía
porque no podía encontrar el amor, estaba solo y con mucha riqueza por
compartir; no hablaba con nadie, con Homero únicamente, él era quien conocía el
mayor de sus atributos… su voz.
Una mañana
cualquiera, Hugo despertó, tomó un ácido jugo de toronja y montó a Homero,
comenzaron el paseo como todos los días y al querer dar unas indicaciones se
dio cuenta de que no podía hablar, ¡No le salían las palabras! Homero hizo un
gesto de protección e intentó seguir el camino de siempre, pero de un momento a
otro comenzaron a escuchar estruendos, el pasto se convirtió en cemento y los
árboles en edificios… habían llegado a la ciudad. Hugo estaba sorprendido al
ver tantas luces, tantas mujeres por las calles, ruido, coches, todo le parecía
extraño, quería regresar a casa pero no tenía manera de decírselo a su caballo,
así que Homero anduvo por un largo rato siguiendo un terrible sonido hasta
llegar a una zona muy obscura donde se encontraban las vías del tren, se detuvieron a mirarlo
hasta que se convirtiera en la casa de dos pequeñas hormigas; Homero dio media
vuelta y escuchó la voz de su amo… Hugo también la escuchó.
¡Era ella!,
era la voz de Hugo, pero el sonido no salía de sus labios.
Homero
comenzó a caminar buscando el origen de aquello que se convertía en melodía, se
detuvo junto a un túnel y escuchó palabras cubiertas en terciopelo, la gravedad
del te odio diciendo te amo, la fuerza de un relámpago acariciando el rostro,
la profundidad del pensamiento callado y la inquietud mezclada en melancolía. El eco de su voz maximizaba el sentimiento,
envolvía en una sábana de seda color lila, incluso lo más pesado parecía frágil
y lo diminuto se volvía entero.
De repente,
toda aquella zona obscura estaba cubierta de gente, entre suspiros y rostros
atentos se encontraban Hugo y Homero, viendo como algunos decidían sentarse a
escuchar aquellas palabras dulces aderezadas con sal que transportaban a una
dimensión mágica y pasional.
Y por si fuera poco… hace días que no
te veo.
Susurrando en tu silencio,
acariciándote en la ausencia.
Y por si fuera poco… hace días que no
me miras,
Recordando en lejanía, adornándome
sin vida.
El hombre
atravesó las vías del tren y lanzó una carcajada ensordecedora dejando una
estela que parecía ahorcar a Hugo y a su acompañante, luego de esto sintieron
de nuevo el silencio y Homero decidió buscar el camino a casa. Anduvieron hasta
que el cemento se convirtiera en pasto y los edificios en árboles.
Hugo nunca encontró a su doncella;
siguió esperándola en el mismo bosque, en el mismo camino y aquella majestuosa
voz siguió enamorando multitudes desde la obscuridad de un túnel.
A esa voz le
faltaba un rostro como el de Hugo y a Hugo le faltaba la pasión de su voz.
@Olivareslucia
Lucía Olivares.
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