miércoles, 29 de octubre de 2014

Tu testamento



Al morir, repartimos nuestros bienes en un testamento; pero, ¿Qué ocurre con el resto? Con lo aprendido a lo largo de la vida, con la experiencia acumulada, con los ideales, ¿Qué pasa con lo que no se guarda en la tierra?
Hoy visualicé la muerte;  un hombre tirado en el piso con los ojos abiertos … y me quedé pensando en lo efímero y simple de la vida, en lo fácil que es perderla y lo difícil que creemos que es ganarla, “ganarse la vida”.
Pensé en ese hombre  que al morir dejaba a sus hijos con cuatro terrenos, dos casas en la ciudad y una en el extranjero, la empresa familiar y su cuenta en el banco; sin embargo le veía el rostro y sentí que algo quería decir, o tal vez, me intrigó demasiado conocer lo que se hombre pensaba sobre los gobernantes de nuestro país, si estaba o no a favor del aborto o la eutanasia, si le gustaba el teatro, la música; si era aficionado a algún deporte, si profesaba alguna religión, si fue un buen padre, si tenía el hábito de despertarse temprano, si hacía ejercicio, qué tanto le había costado conseguir esos terrenos y construir su casa, si fue una persona honrada, si tenía pensado emprender un proyecto, si había visto a su familia recientemente, quería saber cómo era, quien era él, en fin…  diseñé la vida de ese muerto imaginario y después dije: ¡qué más da!
Se vive con la única certeza de que morirás; ninguno de nosotros sabe si seremos exitosos, millonarios, felices, si tendremos una familia unida, si lograremos nuestros sueños… no lo sabemos, conocemos sólo el final como el silencio.
Los bienes se reparten cuando ya no estamos, ese es el consuelo de muchos.
Me aterra pensar en la muerte como un foco apagado, me aterra pensar que no somos conscientes de la magia que representamos.

En ese esfuerzo por hacer, por tener, por construir, hace que las biografías se llenen de datos duros, de maestrías y diplomados, de puestos de trabajo, de participaciones en proyectos, de libros publicados, de referencias políticas y sociales, es decir, de aquello que construimos, de todo aquello que representa un esfuerzo por hacer, por tener, por construir; sin embargo lo llamamos ser, “ser alguien”.
Vivir para los ojos de los demás es una tarea difícil, poco disfrutable y poco efectiva.

Somos muchos quienes nos sentiríamos despojados al dejar de ser:
Foto por: Elvira Olivier
Miembro de una empresa
Esposo (a) de alguien
Hijo (a) de alguien
Trabajador / Estudiante
Rico / Importante / Exitoso
Bonito / Atractivo / Popular
Amigo / novio (a) de alguien
Miembro de un grupo social.




Lo cierto que es tenemos poco tiempo para ser. 
Los bienes se reparten cuando ya no estamos; lo que eres se vive con la vida.


Lucía Olivares.
@Olivareslucia

domingo, 12 de octubre de 2014

A las feministas

“Luchaba con el mismo ímpetu apasionado por los derechos de la mujer que por el amor del hombre”
 Lillian Hellma: el don de la amistad, de “Mujer que sabe latín” de Rosario Castellanos.


Todas aquellas que en algún momento nos hemos nombrado “feministas”, que hemos creído y gritado con orgullo disfrazado que la preparación y el conocimiento debe ponerse en práctica, que las labores domésticas no son exclusivas de las mujeres, que también podemos dominar, que tenemos poder, que no necesitamos a nadie, que afirmamos preferir estar en una oficina que junto a un hombre o unos niños, que pretendemos que no nos gusta mirarnos al espejo, que consideramos falta de tiempo pintarse las uñas o depilarse las piernas; a las feministas que hace algunos años leímos la carta de Adela Micha y nos cansamos nada más de imaginar cómo es el día de una mujer de su talla profesional, sin dejar de ser mujer con las exigencias de serlo; porque no, no es fácil.
Ser mujer viene acompañado de un conjunto de implicaciones que podrás tomar o no, porque al final de cuentas “se es mujer y nada más” como lo escribí hace algunos meses; sin embargo, la sociedad señala niveles y existe quien es muy cumplidora.
Leo a Rosario Castellanos, una de “Las Siete Cabritas” de Elena Poniatowska, en su libro “Mujer que sabe latín”, título que surge del dicho popular: Mujer que sabe latín no tiene marido ni tiene buen fin (por fortuna yo no sé latín) y es que ¿saben qué? Noto que esa genialidad, ese desarraigo,  esa incomprensión, esa voz ardiente e inconforme surge por un trunco amor al hombre, por una pasión frenada, por encontrar en el feminismo una salida, tal vez no sencilla, a la falta, a la escasez.

Y me atrevo a decirlo con profunda tristeza y decepción a mí misma, puesto que por mucho tiempo pensé y expuse mis ideas de independencia femenina, no obligada, sino elegida; pero ahora leo en las “Las Siete Cabritas” un odio a la vida, a la maternidad, al amor calificado como inexistente, a la genialidad que tanto admiro acompañada de soledad, porque eso hay o eso hubo en esas grandes cabezas, tiempo de sobra, tiempo de sobra porque no había con quien compartir, y digo “compartir”, no de quien “ocuparse”.

Las mayores lecciones de vida te las da la vida en sus adentros.
Mi mamá un día me dijo: “Yo lo único que he hecho es a ti y a tu hermana… y eso es mucho” Y esa capacidad de sorpresa, de admiración, de reconocimiento por quien ama, por quien vive y actúa por amor la estamos perdiendo, nos estamos sumergiendo en un mundo que aplaude ideas sofisticadas, a veces hasta destructivas, en ocasiones lucrativas y en otras enfermizas, maliciosas, ¿Y el amor quien lo aplaude si no es en el vals de una boda?, ¿Quién aplaude al que sólo sabe amar? Que dicho sea de paso, es lo más fácil y al mismo tiempo lo más complejo.

 Nunca debimos pelear por los derechos de la mujer, ni por los derechos del hombre. Derechos simplemente, NUESTROS y sin distinciones.

Lucía Olivares.

@Olivareslucia

martes, 7 de octubre de 2014

Niña Diente de León

Había una vez una niña con muchas ganas de volar.

Ella siempre decía que le gustaba estar arriba, ver desde lo alto, pero era tan pequeña e inexperta que creyó que la mejor solución sería volar; así que dedicó varios días, meses, años a construir unas alas grandes y fuertes para conocer el cielo. Le entusiasmaba el día que pudiera usarlas por primera vez.
Ella podía pasar semanas enteras sin despegarse de las alas, tenía que estar muy bien hechas, si no podría caer y algo así sería intolerable. Al asomarse por la ventana venía algunos niños jugar con pelotas, con muñecas o paseando en bicicleta; pero a ella esos juegos terrenales no le interesaban, porque lo tenía muy claro: quería volar.

Hasta ahora nadie sabía esto, pero en realidad la niña usó las alas antes de que su tutor aprobara su calidad y fortaleza. Voló como el hada más fina y ligera que puedan imaginar,  como si fuese un diente de león, esas florecillas que usamos para pedir un deseo mientras soplamos y vemos como sus partes vuelan y desaparecen al mismo tiempo. Con esa ligereza, con esa finura y con ese esplendor, la niña se movía por el cielo, maravillada por las nubes y el viento fresco que la hacían respirar distinto.

Pero ahí, en el cielo, se topó con otras hadas más grandes que ella, y la niña, al sentirse cumplidora de deseos, permitió que soplaran frente a ella y aunque poco a poco sus partes más delicadas se desprendían, ella seguía flotando y permanecía cerca de quien tenía un anhelo, de quien necesitara de su ayuda. Hasta que un día, alguien sopló con mucha fuerza sobre ella, dejándola tan  débil que ni siquiera esas alas construidas en años pudieron levantarla y quedó ahí, al ras de los edificios y el smog, observando de cerca los terrores de la tierra y mirando hacia arriba las aspiraciones del cielo. Quedó ahí, como un hada complaciente, como una débil flor, como una niña sin alas, como un avión sin despegar.



Vuela, vuela, vuela… que el viento siempre te lleve hacia arriba.

Lucía Olivares.
@Olivareslucia