Cuando alguien se acerca por
detrás y comienza a jugar con tu cabello, lo hace girar pretendiendo hacer un
rulo con el dedo; o cuando recibes la llamada de un desconocido que te llena de
halagos; cuando te susurran al oído; cuando una textura agradable roza tu piel,
cuando terminas algo que te hace sentir libre, orgulloso, ¡feliz! Se te queda
pegada la caricia en el hueso y puede permanecer el tiempo que sea necesario,
el tiempo que tu mente y tu corazón lo permitan.
Esa sensación de escalofríos no a
causa de un susto, sino una sensación de caricia eterna. Unas palabras, una presencia, el sonido cercano,
un roce sutil, un logro merecido.
Y resulta sencillo percibir lo
nato y puro de nuestros actos, de nuestra vida; porque una ovación no tiene el
mismo sabor cuando es tuya a cuando la
has hurtado; así como no sabe igual ver tu carro en la cochera cuando representa
horas de esfuerzo a cuando ha sido un capricho; tampoco es igual peinarte en la
mañana con prisa a que alguien acaricie las hebras que hemos de tratar con
desdén y amargura faltando cinco para las ocho. Y no, no es igual una llamada mecánica a una sorpresa; no es igual
una palabra al viento que una directa al cuerpo; no es lo mismo la liberación
cuando algo concluye que la conclusión como resultado.
Traigo la caricia pegada al
hueso, lleva horas ahí.
El contacto es cosa fácil. La
caricia en la piel se logra con la proximidad; la caricia que se amarra por dentro es cuando ha pasado por el corazón
y le gustó tanto que ya no quiso salir.
Lucía Olivares.
@Olivareslucia