Él era una roca, un monumento a la belleza, al temple, a la
sabiduría de sus antepasados; era una roca perfectamente moldeada, hermosa,
firme, enorme. Era una roca, pero su talón de Aquiles era el corazón, y como la
mitología griega no es un cuento (y aunque pareciera esto tampoco lo es), las
flechas en la guerra siempre caen en el punto más vulnerable, y a él, a nuestra
roca lo flecharon por ahí, le dieron directo al corazón.
El corazón era una
parte mínima de su estructura, pero poco a poco su cuerpo fue perdiendo
estabilidad, firmeza, carácter, valor… le dolía el corazón porque tenía
enterrada una flecha que sólo pudo entrar en la única parte viscosa de su
cuerpo y correr y correr y correr por todo lo que él representa, por toda esa
roca, por todo ese hombre, por toda esa belleza, por toda esa sabiduría que se
había convertido en enciclopedia vieja e inútil.
Él era el monumento más desafortunado del mundo. Un monumento
que tiembla al silbar de un niño, un monumento que se cae si hace frío, un monumento
con grietas, que si lo ves de lejos sigue siendo hermoso, sigue siendo grande,
sigue siendo fuerte, pero si te acercas te pones a pensar… “Pobrecita roca,
¿Qué le habrá pasado?” y tal vez pasó que un día, algún turista llevaba consigo
una pluma que no servía y la lanzó por ahí sin saber que entraría a un corazón
nuevo, a un corazón que apenas salía de su empaque y que no supo reaccionar y
que duele mucho todavía y que como sus manos son rocas no han podido sacar eso
que trae ahí adentro y que tampoco puede ver porque no puede agachar la cabeza,
ni puede llamar a un doctor porque es una roca y no habla, es una roca que no
puede correr, es una roca que se está derrumbando porque le dieron en el corazón.
¿Qué vamos a hacer?
Nuestra roca
no se va a derrumbar…
Mi talón de
Aquiles es el corazón, pero yo prefiero andar cojeando que llorando.
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Foto by Elvira Ollivier |
Lucía
Olivares
@Olivareslucia
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