sábado, 1 de septiembre de 2012

A ella le dijeron que era una princesa…


            Y que una princesa debía ser perfecta, ¿Qué es perfecto? se preguntó, ¿Cómo debe ser una princesa? ser princesa ¡es sencillo! Una mirada dulce, una sonrisa grande, muy grande; el cuerpo erguido y las manos finas, una figura moldeada al ballet, las palabras adecuadas, no más, no menos, inteligencia moderada, no ignorante, tampoco liberal, cortés, jamás servil, noble, merecedora, educada e inútil. Y sí, a la princesa le resultó fácil serlo, aprendió a ser, así como todos, así como aprendemos a hacer ridículas diferencias entre sexos sólo porque alguien, que tal vez ahora ni siquiera recordamos, nos dijo que así debía ser, así como nos dijeron que la noche es para dormir, que el cabello hay que cortarlo con regularidad, que las mujeres deben cerrar las piernas al sentarse, que cuando veas a alguien por la calle debes decir ‘buenas tardes’, que a cierta edad debes formar una familia,  que debes destinar horarios para alimentarte, que no puedes golpear a una mujer… pero a un hombre sí, que no debes mostrar tu disgusto frente a la persona… pero puedes hacerlo cuando no estés con ella; pues de la misma manera esta mujer se convirtió en princesa.
Un día, una de sus amigas le preguntó por su corona, porque una verdadera princesa, según la televisión y los cuentos debe portar una corona, “se me perdió” respondió rápidamente, “se perdió cuando nací, alguien muy malo me la robó”… y las niñas se quedaron tranquilas, era claro que tenían una gran amiga y eso las llenaba de orgullo.
Pasaron los años, la niña se convirtió en mujer, una mujer socialmente aceptable, alimentada por todos los tabúes que la burguesía pudo recoger, siguió al pie de la letra las normas de su existencia.
Un día, transitaba por la calle mientras intentaba esconderse de la lluvia caminando al ras de las paredes, cuidando la cabellera del temible frizz, protegiendo sus pies de la humedad y sobre todo del frío que podía quemarle la piel; se encontró con dos niñas que pedían limosna fuera de una tienda de golosinas, ambas compartían una corona en la cabeza; la princesa las miraba estupefacta, su cabello y ropa empapada, sentadas sin ningún tipo de línea, las manos talladas, palabras que brotaban sin sentido de un par de labios secos, serviles para conseguir lo que necesitaban, liberales por el tacto de la calle, no educadas pero útiles.
La princesa su puso a llorar al ver esto, seguramente se dio cuenta que estuvo equivocada todo el tiempo, que no era una princesa, simplemente era una mujer, una mujer guiada, una mujer que pudo aprender y tener mucho, pero finalmente era un ser que experimenta al igual que todos. Quienes la veían desde lejos sintieron un gran alivio al pensar que por fin la princesa comprendería la situación y vería el mundo desde otra perspectiva. Caminó hacia las niñas y con la voz entrecortada les pidió que le devolvieran su corona, “mi gentiliza permite perdonarlas, pero han robado mi corona y les ruego me la entreguen”; las niñas le pidieron dulces a cambio de esa tiara de tres pesos y la princesa con la corona en alto continuó caminando al ras de las paredes.
 
 
Lucía Olivares.
@Olivareslucia

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