Lucía Olivares
@Olivareslucia
El reacomodo es permanente y necesario. Crecer duele y en el
proceso te deformas, te sientes extraño, te golpeas porque tus dimensiones
cambian, subes y bajas. A veces sientes la necesidad de compartirlo, a veces no
tienes que hacerlo porque se ve, algunas otras la “gente” cree que eres un
roble aunque te sientas una rama. La vida es para los valientes y a todos nos
toca pasar por muchas malas cuando vivimos conscientes.
He descubierto que volver a empezar es más difícil
que cerrar, es ahí donde te das cuenta de las huellas del pasado, pero, la vida
así va: terminar y comenzar.
Crecemos y descubrimos que los pantalones ya no nos
quedan, son los favoritos, los que tienen estoperoles en los costados, los que
nos regalaron en ese cumpleaños especial, pero ya no nos quedan y me aferro a
ellos aunque me aprieten, aunque el botón esté forzado, aunque siento que me
ahogo. Ya no cabes, corazón, date cuenta. Y es que, despedirse duele; creo que
no he descubierto una sensación más dolorosa… todavía. ¿Cómo le dices adiós a
lo que tanto quieres? ¿Cómo te alejas por voluntad de aquello que te ha
acompañado?, ¿cómo llegas un día y le dices “Gracias, pero, ya no”?
Escribía hace años: “qué difícil es crecer y darse
cuenta”, hablaba de los compromisos que con la vida adquieres, el despertador,
el teléfono convertido en oficina, el escritorio en desayunador, el día
contabilizado en minutos… estaba olvidando lo más importante: Qué duro es
crecer, reacomodarse, y reconocer que somos seres, por fortuna, cambiantes, y
que la vida nos da la oportunidad de aprender, pero aprender en amor.
Durante mucho tiempo le temí a los desenlaces, qué
podría ser peor que esa sensación de vacío, la clara interpretación de no ser
útil para algo o alguien más, guardar en un cajón el montón de recuerdos que
hayas acumulado, pensar que una sacudida lo arregla todo. Nadie nos dijo que lo
verdaderamente complicado llega cuando quieres tomar la pluma y continuar tu
historia, debes saber que lo vivido ya está impreso, no se borra, y esas
sensaciones no se esfuman como el humo de un cigarro, o tal vez sí, se esfuman
pero también se impregnan, y ese cajón de los recuerdos se va abriendo, a veces
vas a dar ahí y pareciera que le ponen candado contigo dentro, entras y sales, sales
y entras, y ahí vas luchando contra todos los cerrojos para crear una nueva
experiencia y olvidarte de lo que te hizo daño. Hay personas que valen la desmemoria,
que merecen la confianza y la oportunidad. Tú, por ejemplo.
La vida es un camino, a veces hace frío, de repente mucho calor
y tienes que irte desprendiendo de los guantes, el abrigo, la bufanda; a veces
hay que subir montañas, y como es lógico, después habrá que bajarlas. Algunos paisajes
son maravillosos, tanto que no cabe en ti la admiración, aunque también hay
escenarios duros, de sequía y soledad. Ese camino lo vas haciendo tú y con el
ritmo de tus pasos te vas encontrando a distintos transeúntes. Ellos, por su
parte, también van diseñando su propia ruta, así que podrán acompañarte durante
un kilómetro, un par de horas, por una región árida o un bosque encantado,
incluso a algunos podrás verlos solo pasar. Todos forman parte de tu camino. En
ocasiones se reúnen dos o más personas y deciden tomarse de la mano para
continuar el viaje juntos, pueden soltarse ante la primera disputa entre
izquierda o derecha, andar y al cabo de un tiempo recoger la bufanda y subir la
colina mientras el otro descansa. Y es que, siempre estamos con quien en este
momento va en nuestra misma dirección, la meta no es lo importante porque el
camino es solo un camino, las conversaciones que tengas en el transcurso, la
confianza convertida en aprendizaje, la sensación de tu mano enlazada con otra
y la sonrisa que secunda una mirada cuando compartes bienestar, es lo que vale
el camino, no la pena.