Lucía Olivares
@Olivareslucia
Ya, Pablito… te has portado muy mal hoy; mamá ya casi se tiene que ir a trabajar. No llores, no llores. Ya duérmete, mi amor. Ya duérmete, chiquito. Cierra tus ojitos, bebé.
Pablito por fin se quedó dormido sobre el pecho de su madre, luego de despertarse tres veces durante la madrugada. Eran casi las seis de mañana, Sonia lo intuía y no sabía cómo tomar el celular antes de que la alarma sonara y alterara a su hijo; fue moviendo su cadera poco a poco, ayudándose con los pies y los codos hasta quedar junto al buró y tomar sigilosa, pero asertivamente el teléfono segundos antes de que sonara.
Sonia suspiró… como un agotamiento previo, suplicando energía, fuerza, maña y suerte, sobre todo suerte para que Pablito no despertara de nuevo.
Tomó un baño rápido, se puso unos pantalones negros y unas botas de piso, un suéter holgado con cuello de tortuga y una chamarra gruesa encima. Preparó algunos biberones mientras le indicaba a Alfonso que era hora de levantarse; puso agua para café y tostó tres panes para el desayuno.
Poncho, despierta, ya casi me voy – decía mientras movía el hombro de su esposo – Poncho, ya es hora.
Regresó a la cocina y agradeció escuchar la regadera minutos después.
- Poncho, aquí está tu café. Te hice huevo y pan tostado ¿quieres mermelada?
- Sí, por fa. ¿Tú no desayunas?
- En el camino... ya se me hizo tarde; tengo que llevar a Pablito con mi mamá. No vayas a salir así, está haciendo frío; en la recámara está tu saco azul, ayer lo recogí de la tintorería. Nos vemos al rato – dijo Sonia cargando el moisés con el brazo derecho, la bolsa sobre el hombro izquierdo, las llaves, un termo con café y un pedazo de pan tostado.
- Con cuidado.
- ¿Me abres? – se oyó desde lejos
Sonia dejó a Pablito (ya despierto y en llanto) en casa de su mamá; le dejó los biberones, la pañalera que guardaba siempre en el coche y dinero por si algo se ofrecía.
- Al rato vengo por él.
- ¡Sonia, traes el pelo empapado! Agárratelo por lo menos, pareces loca.
- Ay, mamá… debo traer una liga en la bolsa. No te apures. Ya voy tarde.
Sonia trabajaba en un despacho contable, de ocho a dos y de cuatro a seis. En la oficina la mayoría eran mujeres; el gerente era un señor de 55 años muy entusiasta y trabajador, le había enviado al hospital unos globos enormes para celebrar la llegada de Pablito y unas frazaditas divinas en color azul y amarillo; de eso hacían cuatro meses. Don Diego, el gerente, era un encanto, pero Zulema, la encargada del departamento, parecía tener algo contra las mujeres… su trato siempre era distinto, más exigente, más demandante, muy insensible.
Llegas tarde, otra vez, Sonia… pero a la salida eres muy puntual ¿verdad?
- Discúlpame, Zulema, se me hizo tarde con el niño.
Zulema lanzó los ojos hacia arriba desaprobando la respuesta de Sonia y se retiró marcando sus pasos al ritmo de sus tacones.
Había días tranquilos y otros muy pesados, sobre todo la última semana de cada mes. Justo era 28 de enero, un día frío, agotador desde el inicio, nublado, ¡con lo que Sonia odia los días sin Sol!, un montón de papeles y encargos en su cubículo, el café ya tibio en su termo y un molesto goteo en la nariz propio de su alergia al papel.
Los números provocaban que la tensión en su cabeza fuera aún más perturbante, como contracciones en el cráneo que no la dejaban en paz; a lo mucho durmió dos horas seguidas luego de despertar a calmar y alimentar a Pablito a las doce, tres y cinco de la mañana.
- No aguanto la cabeza, Paty ¿No traerás una aspirina? No he podido dormir en toda la semana; Alfonso no me ayuda y Pablito está cada día más inquieto. Estoy desesperada – dijo Sonia empezando a llorar – Te lo juro que no sé de dónde sacar fuerzas, nada más de pensar que tengo que llegar a hacer de comer, regresar, ir por mi niño, la cena… ya no puedo trabajar, Paty, pero no sé cómo lo tomaría Poncho.
- ¿No te acuerdas cómo lloró Lucero cuando dejó de trabajar por dedicarse a su marido e hijos? Amaba su trabajo ¡Lo amaba! Ella no se quería ir, aquí nos lo dijo llorando, ¿no te acuerdas? Es momentáneo, Sonia, todas hemos pasado por eso. Es difícil, sí, pero de que sacamos la garra para seguir adelante, la sacamos. Lo que sí tienes que hacer es comer, traes ese pedazo de pan desde que llegaste y no friegues ponte aunque sea corrector en las ojeras.
Sonia hizo un gesto de despreocupación ante el último comentario de Paty, se sonó la nariz con una servilleta y se fue a hacer un café... todavía tenía mucho trabajo pendiente.
Llegó la hora de comida y las cuatro mujeres salieron en un santiamén de la oficina, Sonia compró un pollo rostizado, pasó por su hijo a casa de sus papás y preparó una sopa caldosa al tiempo que arrullaba a Pablito con su voz.
- Tranquilo, mi niño, ya casi termino, mi amor. Ya, ya no llores, ya va a llegar papá.
Alfonso le dio un beso al niño y se sentó a la mesa.
- ¿Otra vez pollo?
- Mi amor, anoche no alcancé a preparar nada para hoy, ya ves cómo ha estado de chipil Pablito, pero te hice sopa de bolitas, la que te gusta.
Alfonso era abogado, trabajaba para una empresa local, así que tenía un horario más flexible. Iba siempre de vestir, a veces con traje, solía ser muy especial con el planchado de sus camisas y la forma de acomodar su ropa; Sonia se había olvidado un poco (o mucho) de ella, era delgada, pero ahora se deja ver con unos cuantos kilos en cima que no ha logrado bajar desde el embarazo. De soltera jugaba fútbol, también le gustaba mucho correr; por supuesto que esas actividades resultan imposibles de momento. Tiene los ojos color miel y el pelo ondulado, es por eso que la humedad no hace buena mancuerna con ella. Sus ojos son lindos, pero esa sombra café justo debajo de ellos grita agotamiento.
Salieron los tres juntos de la casa. Antes de llegar de nuevo a la oficina, Sonia dejó a su hijo en una guardería ubicada a dos cuadras del despacho; no le gustaba mucho el trato que les dan a los niños, mucho menos a los bebés, Pablito era el más chico, pero regresar a casa de su mamá y cruzar toda la ciudad resultaría imposible e impráctico.
Los últimos minutos de su jornada se alargaron, y entre el estrés laboral, las manecillas del reloj caminando y la guardería a punto de cerrar, aquello era la locura disfrazada de mujer. Bajó del coche justo frente a “Grandes sonrisas”, la estancia infantil donde los niños salían con el antónimo del letrero dibujado en el rostro. Lety la esperaba afuera con Pablito en brazos.
En el coche, ya agotada, deshecha y sin imaginación para la cena, decidió pasar por un café. Una cadena impedía el paso por el drive thru; tendría que bajar, con todo lo que eso implicaba. Tomó a su hijo, la bolsa y las llaves las dejó en su mano, ya se las ingeniaría para pagar.
- ¡Sonia! ¿Cómo estás? Hasta que te dejas ver
- ¿Cómo están? Sí, pues es que con el niño y el trabajo ya no me da tiempo de nada.
Ellas, esposas del grupo de amigos de Alfonso, la miraban disimulada y detalladamente al mismo tiempo. Sus labios entreabiertos, sus sonrisas fingidas, su gusto fabricado, su interés malicioso brotaba de sus ojos queriéndose escapar por sus dientes.
- Pero te ves bien, Sonia, digo, es evidente que traes unos kilitos de más, pero al rato los bajas – dijo una de ellas como si el tema del peso estuviera ya sobre la mesa.
- Bueno es que también esa chamarra no ayuda – continuó Mónica, otra de ellas.
Sonia sonreía con los labios.
- Mira, te va a pasar lo que a todas que se casan con hombres sin dinero, no es que Alfonso sea pobre, ni tú tampoco, pero si alguien me dice ¿qué pasó con Sonia, la niña bonita, delgadita, risueña y sobre todo arreglada? Tendré que responder: se casó, tuvo criatura y el marido no es rico.
Las tres mujeres sobre la mesa periquera de la cafetería se echaron a reír como chiste en piñata.
Sonia seguía sonriendo con los labios… ahora sin mostrar los dientes.
Pagó su café haciendo malabares con las manos y se despidió sin mostrar mayor efusividad. Apenas cerró la puerta del carro y soltó en llanto, un llanto ahogado, desesperado, tan lleno de fuerza y tan carente de tristeza. Al llegar a casa acostó a Pablito en su cuna y se paró frente al espejo, ignorando por completo a Alfonso, que ya descansaba en la recámara.
- ¿Qué pasa, Sonia? ¿Qué tienes?
Ella ensordeció.
- ¿Sonia?
Se miraba a detalle, empezando por el cabello sujetado torpemente con una liga maltrecha que encontró en su bolso, las cejas casi uniéndose una con la otra, la piel seca y agrietada por el frío, su nariz roja y ancha por la congestión después del llanto, sus labios pálidos y gruesos, quienes solían pelear el protagonismo de su rostro contra esos ojos color miel que la observaban. Esos ojos color miel que sujetaban una sombra café o grisácea, que ahora todos miraban.
Después de unos minutos empezó a sonreír con todo el rostro y con toda el alma.
Volteó hacia su esposo y le dijo: ¿Qué vamos a hacer de cenar, Alfonso?
La cena viene en camino – respondió mientras la besaba en los labios, y en eso, se escuchó a Pablito llorar.
Fin.