Que los recuerdos entren por la
nariz y el olvido lo transpire gracias al Sol.
Un perfume de gardenias retrasó
mi calendario y me llevó al mes de mayo, a los pasillos del auditorio donde
estudiaba cuando niña y ofrecíamos a la Virgen: flores, una loción que
arrojábamos en un tapete y velas blancas. Luego, hay aromas que convierten mi
escenario en la habitación de mi abuela, la madera de los muebles, el metal de
ese teléfono antiguo y el oído interfiriendo en los sentidos cuando escucho el
coro de la Iglesia en misa de nueve, o el chasquido de mis dedos sobre la mesa
que surge inconsciente cuando estoy pensando.
Las canciones que alguna vez
bailé hasta el cansancio para limpiar una coreografía, mi cuerpo responde
familiarizado a esos golpes que un momento se fundieron con mi cuerpo. El olor
del café que me seduce a lo prohibido evocando a tantas conversaciones y
tantas personas, esas historias, muchas que me hubiera encantado terminar de
escribir… cuánta gente cabe en mi café sorbo a sorbo, sin prisa, pero con ritmo.
El mágico aroma de un libro viejo
que vuelve a compartir sus páginas conmigo, ese sensación de abandono, de
soledad, de haberse convertido en una muñeca fea y olvidada; el sonido de la
hoja rasposa comparado con el olor a ilusión que guardan los cuadernos, lápices
y libros nuevos, el nerviosismo del primer día de clases, el insomnio un día
antes, el tacto cuidado de lo que pronto se convertirá en un desastre.
Y si la música tiene olor, hay
canciones que me huelen a esperanza, que me huelen a ti, un poquito a despecho,
unas gotitas de fragancia de tristeza, pero mucha libertad. Hay canciones que
huelen como imagino que huelen las nubes, a aire fresco, a un largo aliento, a
vida… no importa que sea pasada. A mi vida.
Y cuando camino mis dos cortos y
rutinarios trayectos encuentro, primero, que en medio de tanta podredumbre hay
destellos de azúcar bien escondidos que parecen deliciosos; que ahí, en el centro de Torreón, además de
esquinas con reuniones de basura del fin de semana y gente que escupe largo y
ruidosamente a milímetros de tus pies, hay aromas que pueden volverte loca,
porque aunque nunca he visto el lugar, sé que existe un sitio que me despide y
agradece todos los días con lo que imagino es una concha de chocolate con un
poder de alcance terrorífico. Mi segunda rutina es más corta, más cuidada, más
infantil, y me invita todos los días a dar las gracias por esa inyección de
recuerdos, por esos ritmos que palpitan dentro, por la música que mi cuerpo
genera y por lo que, para bien o para mal, yo también transpiro.