Lola y la
esperanza.
Reconocía
su vida al sentir el tórax contraerse frecuentemente, escuchar esporádicamente
el latir de su corazón y observar cómo se erizaba la piel por el frío de
Febrero; en sueños dormía y en sueños la recordaba también, dulce, alegre,
enérgica, preparando para ella el pastel más austero y codiciado de todos sus
amigos. Esperanza se había ido, iniciaba el vuelo a escasos días del
aniversario de su nieta, dejando una silla vacía en el comedor, la llamada matutina
que nunca llegó y el espacio destinado para aquel pastel de limón. Ahí, en un
sillón frente a la entrada principal observaba entrar a los invitados, sin
sonrisas, sin abrazos, sin deseos de verdad sólo guiaban sus miradas a los
rostros de los demás; Lucía no perdía la esperanza… aún no la perdía, deseaba
ver llegar a su abuela sonriente en un ejercicio de equilibrio, con su cabello
negro y corto, sus manos pequeñas adornadas con finos anillos y aquel saco azul
celeste que sólo usaba los Domingos… pero no llegó. Lucía impaciente hubiera
decidido despedir a todos, dar las gracias por su presencia, por el espacio que
ocupaban y aquellas pláticas que poco le interesaban, pero no lo hizo, respiró
profundamente luego de escuchar el timbre y dirigirse de nuevo a la puerta, era
su tío, el hijo mayor de Esperanza, esta vez no venía solo, llevaba con él una
fiera, un ser de cuatro patas y grandes orejas, de manera inesperada la tenía
entre sus brazos, su cuerpo pequeño se enredaba en ella y su nerviosismo la hacía
temblar, no podía dejar de mirarla, le daba miedo, repulsión, no imaginaba su
vida con aquel inoportuno obsequio. Lucía subía los pies al sillón para no
rozar con aquellas patas blancas que sostenían un escuálido cuerpo negro, sí,
una mezcla de color que no parecía convincente. Pronto la sala quedó vacía otra
vez, Lucía miraba con desprecio a su única compañera… una perra, una perra que
suplicaba cariño, una sonrisa o tal vez una conversación.
El
tiempo transcurría como agua sobre piel, indecisa y temerosa, pues tendría que
desaparecer, sus lágrimas discernían, ellas navegaban dulcemente en sus
mejillas, de repente jugaban en su nariz de trampolín intentando caer en sus
acolchonados labios y quedarse en ellos hasta desaparecer, mientras su cabello
ondulado perseguía sus hombros buscando descansar en su pecho para escuchar su
agitado corazón y protegerlo del frío que el papel dejaba entretejer; los
sollozos eran protagonistas de la melancólica habitación y ahí, en la orilla de
su cama la nueva inquilina de la casa que ahora llevaba por nombre Lola. El
disco preferido de Lucía giraba en la vieja grabadora que había heredado de su
abuela, la canción dieciséis había terminado y un pequeño cascabel se hacía
sonar, constante, rítmico, para luego un gran salto ejecutar. Lola secaba sus
lágrimas con su delgado y brillante v
La
escena se repitió varias veces y Lucía quien en principio estaba renuente a la
estadía de Lola no podía esquivar aquellos tiernos momentos con su mascota. Un
día, Lucía regresó a casa luego de una de sus clases vespertinas y escuchó una
melodiosa voz, como el canto de los ángeles o el coro de la iglesia; guiada por
sus oídos entró a la habitación y sobre el sillón de lectura encontró a Lola,
con la mirada fija y chispeante, “¡Eras tú!” dijo la joven dulcemente para
luego abrazarla.
Pasaban
mucho tiempo juntas, Lucía leía para Lola los más bellos cuentos y en otras
ocasiones era Lola la que compartía historias con ella. Todas aquellas lágrimas
que las unieron se estarían convirtiendo en risas. Lola se despertaba siempre
muy temprano antes de que Lucía partiera a la universidad, se despedía con unos
cuantos lengüetazos en la nariz y la esperaba ansiosa frente a la puerta
principal, aquella puerta por la que Lucía imaginaba la entrada de Esperanza,
su abuela, en su lugar llegaba Lola… esperanza al fin de cuentas.
Lola
había aprendido tantas cosas, podía teclear su nombre en la computadora, abría
los estantes de la cocina donde guardaban los dulces de leche, subía al sillón
de lectura siempre a las ocho de la noche y llevaba a la ventana a todos los muñecos
para que también pudieran ver el Sol. Lola sentía a su amiga muy sola, sola con
ella, feliz a ratos y luego muy pensativa, entre sus pláticas hablaban de ese
hombre tan esperado, de nuevo la esperanza presente, deseaba un compañero, una
compañía distinta y Lola se sentía diminuta, tal vez sus juegos, sus abrazos,
sus muestras de cariño no eran suficientes, ella compartía lo que Lucía más
amaba, sus historias, era una princesa,
una guerrera, un hada madrina y a veces hasta un ogro, ¿Qué más necesitaba?.
Lola entró a la habitación y trepó al
sillón de lectura en punto de las ocho de la noche, luego observó a Lucía
sentada en su cama, escribiendo sobre su cuaderno azul, el más viejo de todos,
aquel que guarda desde las historias de secundaria hasta los amores fallidos de
una mujer; una lágrima cae, tan pesada como el mar entero, ahí está Lucía en
medio de una amplitud inconveniente, deseando un vacío innecesario, extrañando
lo que no conoce y deseando lo que aún no imagina. Lola no pudo secar sus lágrimas
esta vez, Lola prefirió estar firme junto a ella, brindándole el calor que le
hacía tanta falta a su compañera, su amiga. Luego de un rato se escucha a
alguien tocar la puerta, Lucía se levanta, se mira en espejo y coloca detrás de
sus orejas aquellos cabellos que invadían su rostro; abre, se encuentra frente
unos ojos obscuros que la observan como si fuese un ángel, unos labios
reprimidos, pues su mirada le ha robado las palabras, unas manos grandes y
tensas buscan acariciar su rostro y sonríe, esa sonrisa que a Lucía tanta falta
le hacía. Él baja la mirada como buscando algo que se escapa y alcanzan a
observar la puntita blanca de la cola de Lola.
¡Lola,
Lola! ¡Regresa! , Esperanza, ¡Regresa! – Grita Lucía ahogada en llanto.
Aquel la
toma entre sus brazos y Lola huye feliz.
15 de octubre de 2011