domingo, 12 de septiembre de 2021

Lola y la Esperanza

 

Lola y la esperanza.

Reconocía su vida al sentir el tórax contraerse frecuentemente, escuchar esporádicamente el latir de su corazón y observar cómo se erizaba la piel por el frío de Febrero; en sueños dormía y en sueños la recordaba también, dulce, alegre, enérgica, preparando para ella el pastel más austero y codiciado de todos sus amigos. Esperanza se había ido, iniciaba el vuelo a escasos días del aniversario de su nieta, dejando una silla vacía en el comedor, la llamada matutina que nunca llegó y el espacio destinado para aquel pastel de limón. Ahí, en un sillón frente a la entrada principal observaba entrar a los invitados, sin sonrisas, sin abrazos, sin deseos de verdad sólo guiaban sus miradas a los rostros de los demás; Lucía no perdía la esperanza… aún no la perdía, deseaba ver llegar a su abuela sonriente en un ejercicio de equilibrio, con su cabello negro y corto, sus manos pequeñas adornadas con finos anillos y aquel saco azul celeste que sólo usaba los Domingos… pero no llegó. Lucía impaciente hubiera decidido despedir a todos, dar las gracias por su presencia, por el espacio que ocupaban y aquellas pláticas que poco le interesaban, pero no lo hizo, respiró profundamente luego de escuchar el timbre y dirigirse de nuevo a la puerta, era su tío, el hijo mayor de Esperanza, esta vez no venía solo, llevaba con él una fiera, un ser de cuatro patas y grandes orejas, de manera inesperada la tenía entre sus brazos, su cuerpo pequeño se enredaba en ella y su nerviosismo la hacía temblar, no podía dejar de mirarla, le daba miedo, repulsión, no imaginaba su vida con aquel inoportuno obsequio. Lucía subía los pies al sillón para no rozar con aquellas patas blancas que sostenían un escuálido cuerpo negro, sí, una mezcla de color que no parecía convincente. Pronto la sala quedó vacía otra vez, Lucía miraba con desprecio a su única compañera… una perra, una perra que suplicaba cariño, una sonrisa o tal vez una conversación.

El tiempo transcurría como agua sobre piel, indecisa y temerosa, pues tendría que desaparecer, sus lágrimas discernían, ellas navegaban dulcemente en sus mejillas, de repente jugaban en su nariz de trampolín intentando caer en sus acolchonados labios y quedarse en ellos hasta desaparecer, mientras su cabello ondulado perseguía sus hombros buscando descansar en su pecho para escuchar su agitado corazón y protegerlo del frío que el papel dejaba entretejer; los sollozos eran protagonistas de la melancólica habitación y ahí, en la orilla de su cama la nueva inquilina de la casa que ahora llevaba por nombre Lola. El disco preferido de Lucía giraba en la vieja grabadora que había heredado de su abuela, la canción dieciséis había terminado y un pequeño cascabel se hacía sonar, constante, rítmico, para luego un gran salto ejecutar. Lola secaba sus lágrimas con su delgado y brillante vello negro, lamía su frente y mejillas con tanta dulzura que era imposible alejarla, la miraba, la miraba como quien tiene frente a sus ojos a un ser amado, sin prisa, detenidamente observaba cada parte de su rostro y al llegar a sus ojos tristes ladeaba su cabeza y la hacía sonreír, Lola formaba un espiral con su cuerpo y descansaba sobre las piernas de la joven, no dormía, sólo descansaba o tal vez pensaba en ella, en su soledad acompañada… y suspiraba.

La escena se repitió varias veces y Lucía quien en principio estaba renuente a la estadía de Lola no podía esquivar aquellos tiernos momentos con su mascota. Un día, Lucía regresó a casa luego de una de sus clases vespertinas y escuchó una melodiosa voz, como el canto de los ángeles o el coro de la iglesia; guiada por sus oídos entró a la habitación y sobre el sillón de lectura encontró a Lola, con la mirada fija y chispeante, “¡Eras tú!” dijo la joven dulcemente para luego abrazarla.

Pasaban mucho tiempo juntas, Lucía leía para Lola los más bellos cuentos y en otras ocasiones era Lola la que compartía historias con ella. Todas aquellas lágrimas que las unieron se estarían convirtiendo en risas. Lola se despertaba siempre muy temprano antes de que Lucía partiera a la universidad, se despedía con unos cuantos lengüetazos en la nariz y la esperaba ansiosa frente a la puerta principal, aquella puerta por la que Lucía imaginaba la entrada de Esperanza, su abuela, en su lugar llegaba Lola… esperanza al fin de cuentas.

Lola había aprendido tantas cosas, podía teclear su nombre en la computadora, abría los estantes de la cocina donde guardaban los dulces de leche, subía al sillón de lectura siempre a las ocho de la noche y llevaba a la ventana a todos los muñecos para que también pudieran ver el Sol. Lola sentía a su amiga muy sola, sola con ella, feliz a ratos y luego muy pensativa, entre sus pláticas hablaban de ese hombre tan esperado, de nuevo la esperanza presente, deseaba un compañero, una compañía distinta y Lola se sentía diminuta, tal vez sus juegos, sus abrazos, sus muestras de cariño no eran suficientes, ella compartía lo que Lucía más amaba, sus historias,  era una princesa, una guerrera, un hada madrina y a veces hasta un ogro, ¿Qué más necesitaba?. Lola entró a la habitación  y trepó al sillón de lectura en punto de las ocho de la noche, luego observó a Lucía sentada en su cama, escribiendo sobre su cuaderno azul, el más viejo de todos, aquel que guarda desde las historias de secundaria hasta los amores fallidos de una mujer; una lágrima cae, tan pesada como el mar entero, ahí está Lucía en medio de una amplitud inconveniente, deseando un vacío innecesario, extrañando lo que no conoce y deseando lo que aún no imagina. Lola no pudo secar sus lágrimas esta vez, Lola prefirió estar firme junto a ella, brindándole el calor que le hacía tanta falta a su compañera, su amiga. Luego de un rato se escucha a alguien tocar la puerta, Lucía se levanta, se mira en espejo y coloca detrás de sus orejas aquellos cabellos que invadían su rostro; abre, se encuentra frente unos ojos obscuros que la observan como si fuese un ángel, unos labios reprimidos, pues su mirada le ha robado las palabras, unas manos grandes y tensas buscan acariciar su rostro y sonríe, esa sonrisa que a Lucía tanta falta le hacía. Él baja la mirada como buscando algo que se escapa y alcanzan a observar la puntita blanca de la cola de Lola.

¡Lola, Lola! ¡Regresa! , Esperanza, ¡Regresa! – Grita Lucía ahogada en llanto.

Aquel la toma entre sus brazos y Lola huye feliz.

 

15 de octubre de 2011





 

domingo, 7 de febrero de 2021

El amor, el desamor y el enamoramiento, me enseñaron quien soy

 

Lucía Olivares

Quiero contarles, yo misma, cómo decidí amarme.

Resulta que desde antes de Cristo a la gente se le enseñó a vivir, incluso a sentir, a negar, a desconectarse de su cuerpo, a imitar, a seguir un guión, a describirse respecto a lo que otros vociferan de ti; y en medio de esa vorágine estaba yo, haciendo y viviendo como la sociedad dictaba para ser aceptaba, respetaba, amada, por fortuna nunca lo logré. La honestidad ha sido mi bandera, pretender me resulta incómodo; entonces construí una vida en solitario soñando con ser lo que soy ahora, visualizándome libre, creativa, compartiendo con personas que admiro, viviendo del arte, del pensamiento y la reflexión, provocando, acompañando, escuchando.

Por mi vida han pasado muchas personas, tres maestros en el amor de pareja. Con el primero aprendí que hay que vivir lo suficiente antes de elegir fusionarte, que hay que reconocer tu individualidad. Pasó mucho tiempo y presionada por lo que la gente dice, luego de decidir soportar el maltrato de un hombre durante mucho tiempo a lo lejos, llegué con quien pareciera mi antítesis, sin embargo nos acompañamos muchos años; con él aprendí lo que quiero, lo que me resulta importante en la vida, lo poco trascendente del dinero, el valor de una conversación profunda, la lealtad hacia ti mismo, la belleza de mirar hacia adentro. Después apareció en mi camino un viejo amigo que en su momento ya me había enseñado a disfrutar los momentos por breves que sean, a confiar y querer sin razones; su regreso posiblemente tuvo la misma función: confiar y quererme sin razón, ni condición, cerrar la boca para lo malo, vaciarla para hacer el bien, aceptar lo que siento, a ser valiente, a demostrarme quien soy.

El enamoramiento es algo que te pasa, ocurre de repente, muchas veces en el peor de tus momentos porque es ahí cuando necesitas a otro que te guíe y te demuestre las cicatrices que has de sanar. Cada relación tiene una maravillosa función si es que decides verla. El amor es justo eso, observar y abrazar aquello que se es, reconocer y abrazar lo que sientes sin juzgarlo, sin reprocharlo. Ese cliché que tantos repetimos y pocos hemos tenido la fortuna  de vivirlo “no se puede amar lo que no se conoce” es total y absolutamente cierto, vamos por la vida pretendiendo, camuflajeándonos, siento títeres, vaciándonos en otros, renunciando a lo que no sabes que eres. La vida siempre te empuja a hacer lo que en el momento toca. A mí, me ha dado el regalo de descubrirme, de conocerme, no de enamorarme, si no de amarme con todo lo que me hace distinta y lejana de muchos, pero genuina y cercana para mí.

Agradezco este momento porque, aunque la enseñanza ha sido dura e intensa, ahora me reconozco, además de fuerte, llena de amor y orgullosa de lo que tengo para entregar.