Tenía un secreto. Su espalda guarda la misma imagen que la noche frente a su jaula, una docena de lunares formando lo que sólo el cielo ha creado, tatuados sobre su piel virgen, tímida y olvidada. Sólo el agua de la regadera conocía su constelación y las burbujas del jabón que se aferraban a difuminarla; ese cuarto de espejos con barras y zapatillas de ballet, ese descubrimiento frío de una obra de arte en su dermis, arriba de los glúteos, debajo de su cintura, después de su ventana, nunca en la mañana. Un secreto revelado por complicidad, como un pacto, como una muestra de amistad. Un secreto revelado entre el absurdo calor de las máquinas, la contaminación del papel y el ruido, las prisas y su descanso.
Por las noches, mirar el cielo no es costumbre, ni rutina... es un deseo continuo. Por las tardes, bailar entre espejos no es castigo, ni cansancio... es ilusión, arrepentimiento, tal vez. Por las mañanas, despertar es siempre difícil.
Tenía un secreto. Una constelación natural dibujada en su espalda, que le hacía creer que lo que más admiraba vivía en ella, pero no lo alcanzaba a ver. La noche seguiría siendo aliada, los espejos y las caricias del agua. Tenía un secreto ahora compartido, por intercambiar sonrisas y sorpresas con un desconocido amigo de nombre inconcluso y firmeza fracturada.
Tenía un secreto y muchas confusiones. Un dermatólogo y un pintor. Tenía un secreto y muchas confusiones. Un charro y un matón. Tenía un secreto y muchas preocupaciones. Una libreta y un sillón. Tenía un secreto y muchas preocupaciones... la distancia y el amor.
Lucía Olivares.
@Olivareslucia